Un primer dato, particularmente significativo en la mentalidad medieval, que era eminentemente clasista, fue la actitud de Francisco con relación a las vocaciones que se unían a su grupo de ‘hombres evangélicos’. Su criterio básico, inspirado en el Evangelio, que adoptó durante toda su vida, fue el de recibir a los que venían a él impulsados por la misma vocación, eliminando todo tipo de discriminaciones debido a la condición social, cultural o eclesiástica del candidato, extendida en aquel tiempo.
En resumen, la única condición fundamental que consideraba y retenía indispensable para la admisión a la fraternidad era la ‘conversión’. Cada candidato debía ser moralmente un convertido, movido, ‘por divina inspiración’, a emprender el tenor de vida evangélica asumida por él y capaz de una total negación a sí mismo, sobre todo mediante la prueba de la obediencia, del servicio a los leprosos y de la renuncia total a los propios bienes, las ganancias de cuya venta debía distribuirse entre los pobres.
“Quería unir a grandes y pequeños, atar con afecto de hermanos a sabios y simples, conglutinar con la ligadura del amor a los que estaban distanciados entre sí”
(OFM, 1998, LA IDENTIDAD DE LA ORDEN FRANCISCANA EN SU MOMENTO FUNDACIONAL)
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