La Iglesia, que tiene su origen en el Dios trinitario, es un misterio de comunión. En cuanto comunión, la Iglesia no es una realidad solamente espiritual, sino que vive en la historia, por decirlo así, en carne y hueso. El concilio Vaticano II la describe "como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano" (Lumen gentium, 1). Y la esencia del sacramento es precisamente que en lo visible se palpa lo invisible, que lo visible palpable abre la puerta a Dios mismo.
Así, vemos que los dos conceptos -"pueblo de Dios" y "Cuerpo de Cristo"- se completan y forman juntos el concepto neotestamentario de Iglesia. Y mientras "pueblo de Dios" expresa la continuidad de la historia de la Iglesia, "Cuerpo de Cristo" manifiesta la universalidad inaugurada en la cruz y en la resurrección del Señor. Por tanto, para nosotros, los cristianos, "Cuerpo de Cristo" no sólo es una imagen, sino también un verdadero concepto, porque Cristo nos entrega su Cuerpo real, no sólo una imagen.
La noción de "pueblo de Dios", en particular, fue interpretada por algunos según una visión puramente sociológica, desde una perspectiva casi exclusivamente horizontal, que excluía la referencia vertical a Dios. Esta posición contrasta totalmente con la letra y el espíritu del Concilio, que no quiso una ruptura, otra Iglesia, sino una verdadera y profunda renovación, en la continuidad del único sujeto Iglesia, que crece en el tiempo y se desarrolla, pero permaneciendo siempre idéntico, único sujeto del pueblo de Dios en peregrinación.
Este hecho nos dice que las luminosas páginas que el Concilio dedicó al laicado aún no habían sido traducidas y realizadas suficientemente en la conciencia de los católicos y en la práctica pastoral. Por una parte, existe todavía la tendencia a identificar unilateralmente la Iglesia con la jerarquía, olvidando la responsabilidad común, la misión común del pueblo de Dios, que somos todos nosotros en Cristo. Por otra, persiste también la tendencia a concebir el pueblo de Dios, como ya he dicho, según una idea puramente sociológica o política, olvidando la novedad y la especificidad de ese pueblo, que sólo se convierte en pueblo en la comunión con Cristo.
Demasiados bautizados no se sienten parte de la comunidad eclesial y viven al margen de ella, dirigiéndose a las parroquias sólo en algunas circunstancias para recibir servicios religiosos. En proporción al número de habitantes de cada parroquia, todavía son pocos los laicos que, aun declarándose católicos, están dispuestos a trabajar en los diversos campos apostólicos. Ciertamente, no faltan dificultades de orden cultural y social, pero, fieles al mandato del Señor, no podemos resignarnos a conservar lo que tenemos. Confiando en la gracia del Espíritu, que Cristo resucitado nos ha garantizado, debemos reanudar el camino con renovado impulso.
¿Qué caminos podemos recorrer? En primer lugar, es preciso renovar el esfuerzo en favor de una formación más atenta y conforme a la visión de Iglesia de la que he hablado, tanto por parte de los sacerdotes como de los religiosos y laicos. Comprender cada vez mejor qué es esta Iglesia, este pueblo de Dios en el Cuerpo de Cristo. Al mismo tiempo, es necesario mejorar los planes pastorales para que, respetando las vocaciones y las funciones de los consagrados y de los laicos, se promueva gradualmente la corresponsabilidad de todos los miembros del pueblo de Dios. Esto exige un cambio de mentalidad, en particular por lo que respecta a los laicos, pasando de considerarlos "colaboradores" del clero a reconocerlos realmente como "corresponsables" del ser y actuar de la Iglesia, favoreciendo la consolidación de un laicado maduro y comprometido. Esta conciencia de ser Iglesia, común a todos los bautizados, no disminuye la responsabilidad de los párrocos. Precisamente a vosotros, queridos párrocos, os corresponde promover el crecimiento espiritual y apostólico de quienes ya son asiduos y están comprometidos en las parroquias: ellos son el núcleo de la comunidad que se convertirá en fermento para los demás.
Alimentémonos realmente de la escucha, de la meditación de la Palabra de Dios. Nuestras comunidades deben tener siempre clara conciencia de que son "Iglesia", porque Cristo, Palabra eterna del Padre, las convoca y las convierte en su pueblo. La fe, por una parte, es una relación profundamente personal con Dios, pero, por otra, posee un componente comunitario esencial, y ambas dimensiones son inseparables. Así, también los jóvenes, que están más expuestos al creciente individualismo de la cultura contemporánea, la cual conlleva como consecuencias inevitables el debilitamiento de los vínculos interpersonales y la disminución del sentido de pertenencia, podrán experimentar la belleza y la alegría de ser y sentirse Iglesia. Por la fe en Dios estamos unidos en el Cuerpo de Cristo; todos somos uno en el mismo Cuerpo; así, precisamente creyendo de modo profundo, podemos vivir también la comunión entre nosotros y superar la soledad del individualismo.
Debemos aprender siempre de nuevo a conservar esta unidad y defenderla de rivalidades, controversias y celos, que pueden nacer dentro de las comunidades eclesiales y entre ellas.
El centro de la vida de la parroquia, como he dicho, es la Eucaristía, y en particular la celebración dominical. Si la unidad de la Iglesia nace del encuentro con el Señor, no es secundario que se cuide mucho la adoración y la celebración de la Eucaristía, permitiendo que los que participan en ellas experimenten la belleza del misterio de Cristo. Dado que la belleza de la liturgia "no es mero esteticismo sino el modo en que nos llega, nos fascina y nos cautiva la verdad del amor de Dios en Cristo" (Sacramentum caritatis, 35), es importante que la celebración eucarística manifieste, comunique, a través de los signos sacramentales, la vida divina y revele a los hombres y a las mujeres de esta ciudad el verdadero rostro de la Iglesia.
El crecimiento espiritual y apostólico de la comunidad lleva, además, a promover su ampliación mediante una convencida acción misionera. Por tanto, esforzaos por revitalizar en todas las parroquias, como en el tiempo de la Misión ciudadana, los pequeños grupos o centros de escucha de fieles que anuncian a Cristo y su Palabra, lugares donde sea posible experimentar la fe, practicar la caridad y organizar la esperanza. Esta articulación de las grandes parroquias urbanas a través de la multiplicación de pequeñas comunidades permite una actividad misionera más vasta, que tiene en cuenta la densidad de la población, su fisonomía social y cultural, a menudo notablemente diversa. Sería importante que este método pastoral tuviera una aplicación eficaz también en los lugares de trabajo, que hoy se deben evangelizar con una pastoral de ambiente bien pensada, pues por la notable movilidad social la población pasa en ellos gran parte de su jornada.
Por último, no hay que olvidar el testimonio de la caridad, que une los corazones y abre a la pertenencia eclesial. A la pregunta de cómo se explica el éxito del cristianismo de los primeros siglos, la elevación de una presunta secta judía al rango de religión del Imperio, los historiadores responden que fue sobre todo la experiencia de la caridad de los cristianos lo que convenció al mundo. Vivir la caridad es la forma primaria de la actividad misionera. La Palabra anunciada y vivida resulta creíble si se encarna en comportamientos de solidaridad, de compartir, en gestos que muestran a Cristo como verdadero Amigo del hombre.
(Benedicto XVI, Discurso a la asamblea eclesial de Roma, 26-V-2009)