Al final queda la pregunta: qué tiene que decirnos hoy este Santo (patriarca Germán de Constantinopla, siglo VIII), cronológicamente y también culturalmente bastante distante de nosotros. Creo sustancialmente tres cosas. La primera: hay una cierta visibilidad de Dios en el mundo, en la Iglesia, que debemos aprender a percibir. Dios ha creado al hombre a su imagen, pero esta imagen ha sido cubierta de tanta suciedad por el pecado, que en consecuencia Dios casi no se veía más en ella. Así el Hijo de Dios se hizo verdadero hombre, perfecta imagen de Dios: en Cristo podemos así contemplar también el rostro de Dios y aprender a ser nosotros mismos verdaderos hombres, verdaderas imágenes de Dios. Cristo nos invita a imitarle, a llegar a ser semejantes a Él, para que en cada hombre se transparente de nuevo el rostro de Dios, la imagen de Dios. A decir verdad, Dios había prohibido en el Decálogo hacer imágenes de Dios, pero esto era con motivo de las tentaciones de idolatría a las que el creyente podía estar expuesto en un contexto de paganismo. Sin embargo, cuando Dios se hizo visible en Cristo mediante la encarnación, se hizo legítimo reproducir el rostro de Cristo. Las imágenes santas nos enseñan a ver a Dios en la figuración del rostro de Cristo. Tras la encarnación del Hijo de Dios, se ha hecho por tanto posible ver a Dios en las imágenes de Cristo y también en el rostro de los santos, en el rostro de todos los hombres en los que resplandece la santidad de Dios. Lo segundo es la belleza y la dignidad de la liturgia. Celebrar la liturgia en la conciencia de la presencia de Dios, con esa dignidad y belleza que deja ver un poco su esplendor, es la tarea de todo cristiano formado en su fe. Lo tercero es amar a la Iglesia. (Benedicto XVI, Audiencia General, 29-IV-2009).
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