Os mando estas líneas en pleno tiempo pascual, en el que nuestras almas rebosan de gozo por la resurrección del Señor. A las jornadas dolorosas de la pasión y muerte, ha sucedido la alegría de la nueva vida inmortal que Jesús ha recibido del Padre. Porque se humilló, obediente hasta la muerte, y muerte de cruz, por eso Dios lo exaltó y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre; para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese: «¡Jesucristo es el Señor!», para gloria de Dios Padre[1]
Éste es el anuncio que la Iglesia proclama con especial fuerza desde los comienzos, y que los cristianos hemos de comunicar a todas las gentes. La muerte y resurrección de Jesucristo —decía el Papa en su mensaje Urbi et Orbi, hace pocos días— es un acontecimiento de amor insuperable, es la victoria del Amor que nos ha liberado de la esclavitud del pecado y de la muerte. Ha cambiado el curso de la historia, infundiendo un indeleble y renovado sentido y valor a la vida del hombre[2].
Acuden a mi memoria tantas fiestas de Pascua transcurridas junto a San Josemaría. Se palpaba su gozo en estas fechas y lo transmitía a cuantos estábamos a su lado. Era una alegría enraizada en la fe, en la esperanza y en la caridad, virtudes infundidas por Dios en nuestras almas para que podamos conocerle, tratarle y amarle. Todo este camino sobrenatural tiene su fundamento último en el suceso —histórico y, al mismo tiempo, trascendente a la historia— de la resurrección gloriosa del Señor. Porque Cristo vive: Cristo no es una figura que pasó, que existió en un tiempo y que se fue, dejándonos un recuerdo y un ejemplo maravillosos.
No: Cristo vive. Jesús es el Emmanuel: Dios con nosotros. Su Resurrección nos revela que Dios no abandona a los suyos. ¿Puede la mujer olvidarse del fruto de su vientre, no compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvidare, Yo no me olvidaré de ti (Is 49, 14-15), había prometido. Y ha cumplido su promesa. Dios sigue teniendo sus delicias entre los hijos de los hombres (cfr. Prv 8, 31)[3].
En el mensaje pascual de este año, Benedicto XVI ha escogido como lema un versículo del Salmo 138 que, en la antigua versión de la Vulgata, suena así: resurrexi et adhuc tecum sum[4], he resucitado y estoy siempre contigo. La liturgia lo utiliza como antífona de entrada para la Misa del Domingo de Resurrección. En esas palabras, al surgir el sol de la Pascua, la Iglesia reconoce la voz misma de Jesús que, resucitando de la muerte, colmado de felicidad y amor, se dirige al Padre y exclama: Padre mío, ¡heme aquí! He resucitado, todavía estoy contigo y lo estaré siempre; tu Espíritu no me ha abandonado nunca[5].
A lo largo del año mariano, nos estamos esforzando por meter más a la Virgen en toda nuestra jornada. ¡Qué fácil resulta hacerlo, al considerar los misterios gloriosos del Rosario! Nuestro Padre se adentraba en la felicidad de Nuestra Señora al contemplar a Jesús resucitado de entre los muertos. Aunque nada nos relata el Evangelio de esa aparición, la convicción de los cristianos es unánime. «¿Cómo podría la Virgen, presente en la primera comunidad de los discípulos (cfr. Hch 1, 14), haber sido excluida del número de los que se encontraron con su divino Hijo resucitado de entre los muertos?», se preguntaba Juan Pablo II[6]. Evidentemente, ¡no! María debió ser la primera criatura a quien se mostró Jesucristo glorioso, llenando de un júbilo sobrenatural y humano, inefable, ese corazón que tanto había sufrido junto a la Cruz. ¿Cómo no iba a gozar de la presencia del Salvador triunfante, Aquella que siempre había estado unidísima al Redentor?
Detengámonos también nosotros en esta escena. Puede servirnos de guía nuestro Padre, cuando escribe: ¡Ha resucitado! —Jesús ha resucitado. No está en el sepulcro. —La Vida pudo más que la muerte. Se apareció a su Madre Santísima. —Se apareció a María de Magdala, que está loca de amor. —Y a Pedro y a los demás Apóstoles. —Y a ti y a mí, que somos sus discípulos y más locos que la Magdalena: ¡qué cosas le hemos dicho![7].
Siguiendo estas enseñanzas, hemos de buscar, encontrar y tratar a Jesús, siempre vivo, que camina a nuestro lado en los avatares de cada jornada y que con su divinidad se aposenta —con el Padre y el Espíritu Santo— en el fondo de nuestro corazón. Esta consideración no se queda en una ilusión piadosa. Además de estar en el Cielo, con su Humanidad Santísima, a la diestra del Padre —como confesamos en el Credo—, Jesús permanece en la Iglesia y en cada cristiano por la gracia. Su presencia en nosotros y a nuestro lado es real, aunque no la veamos con los ojos de la carne; pero la experimentamos de mil modos: en los afanes de mejora personal —¡de santidad!— que nos infunde por el Espíritu Santo; en las ansias apostólicas que nos impulsan a salir al encuentro de otras almas, para ayudarlas a acercarse a Dios; en la mirada misericordiosa con que los cristianos nos dirigimos a todas las personas, sin distinción de raza, de cultura, de condición social, de religión. Todo esto resulta posible porque Jesucristo resucitado actúa con nosotros, nos acompaña, vive en nosotros. ¿Rechazamos todo lo que sea distancia hacia los demás?
En los días pasados hemos actualizado y meditado a fondo esos acontecimientos salvadores. Además, al renovar las promesas bautismales en la Vigilia Pascual, hemos reafirmado nuestros deseos de caminar siempre con Cristo, que nos ha incorporado a Sí mediante la regeneración espiritual del Bautismo y nos alimenta con su cuerpo y con su sangre en la Eucaristía, para conferir más intensidad a nuestra identificación con Él. Como escribió San Josemaría, la presencia de Jesús vivo en la Hostia Santa es la garantía, la raíz y la consumación de su presencia en el mundo[8].
Gracias sobre todo a la Eucaristía, la vida de Jesús es vida nuestra, según lo que prometiera a sus Apóstoles, el día de la Última Cena: cualquiera que me ama, observará mis mandamientos, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos mansión dentro de él (Jn 14, 23). El cristiano debe —por tanto— vivir según la vida de Cristo, haciendo suyos los sentimientos de Cristo, de manera que pueda exclamar con San Pablo, non vivo ego, vivit vero in me Christus (Gal 2, 20), no soy yo el que vive, sino que Cristo vive en mí[9].
Merced a la íntima unión existente entre Cristo resucitado y los miembros vivos de su cuerpo místico, cada uno está en condiciones de incorporar las palabras del Salmo que en los comienzos de estas líneas os mencionaba. En esta perspectiva —apuntaba el Papa en su mensaje pascual—, advertimos que la afirmación dirigida hoy por Jesús resucitado al Padre —"estoy aún y siempre contigo"— nos concierne también a nosotros, que somos hijos de Dios y coherederos con Cristo, si realmente participamos en sus sufrimientos para participar en su gloria (cfr. Rm 8, 17). Gracias a la muerte y resurrección de Cristo, también nosotros resucitamos hoy a la vida nueva y, uniendo nuestra voz a la suya, proclamamos nuestro deseo de permanecer para siempre con Dios, nuestro Padre infinitamente bueno y misericordioso[10].
La nueva existencia en Cristo requiere de nuestra parte el esfuerzo por hacer morir la criatura vieja; es decir, todo aquello que en nosotros no esté de acuerdo con la Vida divina. Por eso, resulta tan lógica la conclusión de San Josemaría, al terminar la consideración del primer misterio glorioso del Rosario: Que nunca muramos por el pecado; que sea eterna nuestra resurrección espiritual. —Y, antes de terminar la decena, has besado tú las llagas de sus pies..., y yo más atrevido —por más niño— he puesto mis labios sobre su costado abierto[11]. ¿Fomentas en tu alma un horror total a las ofensas —graves o leves— a tu Señor? ¿Confías a la Virgen que te obtenga de la Trinidad la limpieza y humildad que todos necesitamos?
Otro propósito podemos sacar de la contemplación pausada del primer misterio glorioso del Rosario: la determinación de hacer resonar en los oídos de otras personas —que quizá no conocen a Cristo o se conducen como si no le conocieran— la urgencia de salir en su búsqueda y de seguirle, pues sólo así se sentirán colmadas de una alegría imperecedera. La fiesta de la Pascua nos impulsa a redoblar nuestro afán de almas, a comportarnos como los Apóstoles y las santas mujeres después de haber encontrado a Jesucristo resucitado. No se detuvieron ante ninguna dificultad, sino que dieron testimonio de la resurrección con valentía y constancia, y arrastraron tras de sí a una incontable multitud de personas.
Como cristianos, hijos de Dios en la Iglesia Santa, hemos de anunciar por todas partes la buena nueva de la resurrección del Señor, fundamento de nuestra fe. Con palabras de San Josemaría, os recuerdo que quiere el Señor a los suyos en todas las encrucijadas de la tierra. A algunos los llama al desierto, a desentenderse de los avatares de la sociedad de los hombres, para hacer que esos mismos hombres recuerden a los demás, con su testimonio, que existe Dios. A otros, les encomienda el ministerio sacerdotal. A la gran mayoría, los quiere en medio del mundo, en las ocupaciones terrenas. Por lo tanto, deben estos cristianos llevar a Cristo a todos los ámbitos donde se desarrollan las tareas humanas: a la fábrica, al laboratorio, al trabajo de la tierra, al taller del artesano, a las calles de las grandes ciudades y a los senderos de montaña[12].
En la primera semana del mes de marzo tuve la alegría de rezar en dos santuarios de la Virgen que visitó muchas veces nuestro Padre. El día 1 fui a Loreto, donde las autoridades han dedicado a San Josemaría un camino peatonal que conduce a la Santa Casa; el trayecto está flanqueado por las estaciones del Viacrucis, junto a las que figuran algunos textos de nuestro Fundador. El día 8, sábado, viajé a Fátima. Había llegado a Lisboa la víspera, para pasar unas horas con vuestras hermanas y vuestros hermanos portugueses, como procuro hacer algunos fines de semana mediante viajes rápidos. Muchos recuerdos pasaron por mi memoria; concretamente, cómo en los dos lugares —en momentos difíciles— San Josemaría rezó con sus hijas y con sus hijos de todos los tiempos. En más de una ocasión repetía que había experimentado el peso y la estupenda alegría de la caridad con todas y con todos.
A los dos sitios fui acompañado por vosotras y vosotros, para presentar a la Virgen, en este año mariano, nuestras acciones de gracias y nuestros firmes deseos de comportarnos como discípulos fieles de Jesucristo en la Obra. Tanto en Loreto como en Fátima recé a la Virgen con las oraciones de nuestro Padre y de don Álvaro, para agradecer a Nuestra Señora su tutela hacia nosotros y la impronta mariana del Opus Dei. Le pedí, en vuestro nombre, que fortalezca y aumente en todos ese espíritu de acendrada piedad mariana, que San Josemaría nos dejó en herencia.
Sigamos encomendando la expansión apostólica de la Obra en todo el mundo, tanto en los lugares donde ya nos encontramos como en aquellos otros donde nos están esperando. Os hablé de Rumania, Indonesia y Vietnam; también de Bulgaria nos llegan llamadas apremiantes. Es una aventura apasionante la que se nos presenta, cada uno en el lugar donde Dios lo ha colocado. La llevaremos a cabo, con la ayuda de Nuestra Señora, si personalmente nos esforzamos por hacer más intensa la unión con Jesucristo resucitado, de quien nos viene toda la fortaleza. Pidámosla por intercesión de San Josemaría: el próximo día 23 conmemoraremos el aniversario de su Confirmación y de su primera Comunión, y su ayuda paterna nos hará ser en mayor grado almas eucarísticas.
No dejéis de acompañarme con vuestra oración por mis intenciones. Tengo la persuasión, como le escuché a nuestro Padre, de que con vosotras y con vosotros me hago fuerte para urgir al Señor.
Con todo cariño, os bendice vuestro Padre
+ Javier
Roma, 1 de abril de 2008.
[7] San Josemaría, Santo Rosario, Primer misterio glorioso.
[12] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 105.
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