Artículo de Carlos Balladares en Código Venezuela.
Hace dos semanas decidí apartarme por un tiempo de mi lectura espiritual (práctica de piedad católica que consiste en leer 10 minutos como mínimo al día de un texto religioso) las vidas de San Francisco, y leer algunas biografías sobre Jesucristo. Esto debido a que se acerca la Navidad, y quiero vivir con más intensidad estos tiempos de espera (Adviento) de Nuestro Señor. Por ello retomé la lectura de la obra de Benedicto XVI: Jesús de Nazaret (2007), para luego seguir con su segunda parte publicada este año. Al leer su prólogo, el Papa señala que en sus “tiempos de juventud había toda una serie de obras fascinantes sobre Jesús”, señalando los autores entre los cuales está Romano Guardini (1885-1968).
No era la primera vez que escuchaba de este autor, sabía que era uno de los exponentes del personalismo cristiano del siglo XX y que fue profesor del joven Ratzinger. Lleno de curiosidad busqué sus libros, y el primero que me llamó la atención no fue el recomendado por el Papa, sino un pequeño texto titulado: “La aceptación de sí mismo”. Lo leí rápidamente, descubriendo que era el escrito preferido de Guardini. La razón de esta preferencia, es que la lectura del mismo le hizo desistir del suicidio a uno de sus lectores. Impresionado por su lectura, anhelé conocer la vida de este gran pensador, y seguí con la lectura de sus “Apuntes para una autobiografía” (1943-45). Fue así como descubrí un intelectual que posee una gran sencillez y humildad, junto a una prosa atractiva. No escondía sus defectos, se mostraba tal cual era. Siendo su meta de vida, no tanto la investigación, sino el “descubrir nuevos métodos de apostolado, formas de predicación adecuadas al hombre de su tiempo, modos más fecundos de búsqueda de la verdad” (tal como explica su biógrafo: Alfonso López Quintás: “Romano Guardini, maestro de vida”, 1998).
Su autobiografía es escrita en tiempos de incertidumbre, cuando Alemania era bombardeada por los aliados. En ella nos cuenta cómo nace su vocación sacerdotal, después de empezar estudios en dos carreras (química y ciencias políticas) y no continuarlos. Fue italiano-alemán y no provenía de un estricto ambiente religioso sino de uno que llamaríamos de misa dominical, algunas oraciones y sacramentos, pero no más. La universidad lo fue alejando de su fe, pero nunca odió la Iglesia Católica y pudo tener amistades con creyentes que enseñaban con el ejemplo: su amigo Karl Neundörfer, y los esposos Josefine y Wilhelm Schleussner. Es así cómo en un momento dado se topa con la frase del Evangelio que dice: “Quien quiera conservar su alma la perderá, quien la dé la salvará» (Mt 10, 39), y esta fue la impresión que le generó en sus propias palabras: “Poco a poco me había ido quedando claro que existe una ley según la cual el hombre, cuando «conserva su alma», es decir, cuando permanece en sí mismo y acepta como válido únicamente lo que le parece evidente a primera vista, pierde lo esencial. Si por el contrario quiere alcanzar la verdad y en ella su auténtico yo, debe darse.” (“Apuntes para una autobiografía”, págs. 98-99).
Guardini había descubierto el sentido fundamental del cristianismo: la donación gratuita. Dios nos ha dado la vida gratuitamente, se hizo humano para redimirnos y se ha quedado en Espíritu para que lo conozcamos. La siguiente pregunta que se hizo fue: “Dar mi alma, pero ¿a quién? ¿Quién puede pedírmela, pedírmela de tal modo que ya no sea yo quien pueda disponer de ella? No simplemente “Dios”, ya que, cuando el hombre pretende arreglárselas solo con Dios, dice “Dios” y está pensando en él mismo. Por eso tiene que existir una instancia objetiva que pueda sacar mi respuesta de los recovecos de mi autoafirmación. Pero sólo existe una instancia así: la Iglesia católica, con su autoridad y precisión. La cuestión de conservar o entregar el alma se decide, en último término, no ante Dios sino ante la Iglesia” (pág. 99). En la Iglesia estaba la verdad que buscaba, porque como afirmó: “La mayor posibilidad de verdad está precisamente donde está la mayor posibilidad de amor” (pág. 100). De esta forma, el camino al sacerdocio fue su camino de toda una vida.
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